Dios
es, por su misma esencia, amor. Él ama a los seres humanos. Por amor creó el mundo, para compartirlo con sus criaturas. Por
amor envío a su Hijo en medio de los seres humanos. Para el Evangelio de Juan,
el amor es la causa de la encarnación: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna» (Juan 3,16). Dios quiso buscar amorosamente a todos los que se habían perdido, para que
pudieran encontrar de nuevo la vida verdadera y eterna. Su amor se expresó en
el amor del Hijo. Y el amor del Hijo vivió en la muerte la expresión de la
perfección suprema: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo» (Juan 13,1). Los seres humanos podemos participar en el
amor de Dios, que se ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo (véase Romanos 5,5). Del corazón de Jesús brotó su Espíritu, para llenar
nuestro corazón del amor configurado por Cristo y que él vivió, antes que
nosotros, hasta el extremo.
Anselm Grun
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