jueves, 28 de agosto de 2014

Evangelio del Domingo

Mt 16, 21-27
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: "¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte." Jesús se volvió y dijo a Pedro: "Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios." Entonces dijo a sus discípulos: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta."


Para meditar
Jesús no hace de su sufrimiento el centro en torno al cual han de girar lo demás. Al contrario, el suyo es un dolor solidario, abierto a los demás, fecundo. No adopta tampoco una actitud victimista. No vive compadeciéndose de sí mismo, sino escuchando los padecimientos de los demás. No se queja de su situación ni se lamenta. Está atento más bien a las quejas y lágrimas de quienes lo rodean.
No se agobia con fantasmas de posibles sufrimientos futuros. Vive cada momento acogiendo y regalando la vida que recibe del Padre. Su sabia consigna dice así: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos» (Mateo 6,34).
Y, por encima de todo, confía en el Padre, se pone serenamente en sus manos. E incluso, cuando la angustia le ahoga el corazón, de sus labios solo brota una -plegaria: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

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