Vivimos inmersos en la inmediatez de las cosas. Instalados en el ahora y aquí, donde el mañana parece que tenga que ser una realidad que te viene dada, y no construida. El futuro... una posibilidad “in-pensable”
¿Cómo creer así en la resurrección? ¿En la existencia de una vida más allá de la muerte? Parece como si sólo la vivencia de alguna situación límite (la muerte de alguna persona cercana, la experiencia de una enfermedad grave, de una ruptura laboral o afectivo...) nos permitiera despertar del letargo en el que vivimos y nos enfrentara de golpe con las grandes preguntas existenciales: ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué futuro me espera ahora? ¿Qué habrá después de la muerte?...
En la película “Princesas”, que relata con gran realismo la cruda vida de las trabajadoras del sexo de los suburbios marginales, hay un momento en que dos de las protagonistas reflexionan sobre el sin sentido y el vacío de sus vidas, y una le dice a la otra: “Oye, ¿tú crees que hay algo después de la muerte? -Pues no sé, qué quieres que te diga... pero si la vida del más allá tiene que ser tan jodida como ésta, entonces mejor que no haya nada”.
En el fondo, aparece aquí una necesidad y una esperanza vital: no puede ser que el dolor, el sufrimiento, el sin sentido, el vacío, la muerte... tengan la última palabra. Y de hecho, Cristo nos dice que no tienen la última palabra. Su mismo sufrimiento y su muerte no tuvieron la última palabra, fueron precisamente la puerta a la vida llena, a la vida verdadera, expresión de la plenitud de amor que Él derramó sobre los hombres.
El sentido de la muerte sólo puede estar en una vida vivida con plenitud. Esta debería ser la evidencia que supieron captar personas como M. Kolbe, Shophie Scholl, Edith Stein, Luter King, y tantos otras personas anónimas que hicieron de su vida una entrega permanente.
En definitiva, se aprende a vivir a medida que aprendemos a vivir con sentido, a pesar de los obstáculos, los problemas y las dificultades que comporta esta misma vida, porque es justamente los que ofrecemos y damos generosamente lo que dura por siempre.
San Francisco de Asís ya decía: “Recuerda siempre que cuando dejes este mundo, no podrás llevarte contigo nada de lo que aquí has recibido, sólo lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio sincero y honesto, el amor, el sacrificio y el valor”.
La resurrección, entonces, no es únicamente una realidad que se nos da, es también una realidad en la que cada uno debe contribuir en su construcción, a hacerla posible. Los hombres y mujeres debemos ser corresponsables de los dones gratuitos que Dios nos da.
¿Cómo creer así en la resurrección? ¿En la existencia de una vida más allá de la muerte? Parece como si sólo la vivencia de alguna situación límite (la muerte de alguna persona cercana, la experiencia de una enfermedad grave, de una ruptura laboral o afectivo...) nos permitiera despertar del letargo en el que vivimos y nos enfrentara de golpe con las grandes preguntas existenciales: ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué futuro me espera ahora? ¿Qué habrá después de la muerte?...
En la película “Princesas”, que relata con gran realismo la cruda vida de las trabajadoras del sexo de los suburbios marginales, hay un momento en que dos de las protagonistas reflexionan sobre el sin sentido y el vacío de sus vidas, y una le dice a la otra: “Oye, ¿tú crees que hay algo después de la muerte? -Pues no sé, qué quieres que te diga... pero si la vida del más allá tiene que ser tan jodida como ésta, entonces mejor que no haya nada”.
En el fondo, aparece aquí una necesidad y una esperanza vital: no puede ser que el dolor, el sufrimiento, el sin sentido, el vacío, la muerte... tengan la última palabra. Y de hecho, Cristo nos dice que no tienen la última palabra. Su mismo sufrimiento y su muerte no tuvieron la última palabra, fueron precisamente la puerta a la vida llena, a la vida verdadera, expresión de la plenitud de amor que Él derramó sobre los hombres.
El sentido de la muerte sólo puede estar en una vida vivida con plenitud. Esta debería ser la evidencia que supieron captar personas como M. Kolbe, Shophie Scholl, Edith Stein, Luter King, y tantos otras personas anónimas que hicieron de su vida una entrega permanente.
En definitiva, se aprende a vivir a medida que aprendemos a vivir con sentido, a pesar de los obstáculos, los problemas y las dificultades que comporta esta misma vida, porque es justamente los que ofrecemos y damos generosamente lo que dura por siempre.
San Francisco de Asís ya decía: “Recuerda siempre que cuando dejes este mundo, no podrás llevarte contigo nada de lo que aquí has recibido, sólo lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio sincero y honesto, el amor, el sacrificio y el valor”.
La resurrección, entonces, no es únicamente una realidad que se nos da, es también una realidad en la que cada uno debe contribuir en su construcción, a hacerla posible. Los hombres y mujeres debemos ser corresponsables de los dones gratuitos que Dios nos da.
Mª del Mar Galcerán. "Meditaciones espirituales desde la vida cotidiana"
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