El arrepentimiento tiene un gran valor. “Rectificar es de sabios”, dice la conocida expresión. Jesús prefiere el error, reconocido con humildad, de un seguidor y su intención de volver a comenzar, a una actitud de quien no reconoce la necesidad de ayuda de otros o de quienes se comprometen y no cumplen. Jesús es imagen de la bondad del Padre, pero, a la vez, es radical con quienes, ante tantos signos, siguen indiferentes.
Efectivamente, después de la parábola, Jesús dirige unas palabras muy duras a los sumos sacerdotes y jefes del pueblo que le oían: “Yo os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. ¡Un juicio duro, pero muy certero! ¿Por qué? Porque los pecadores y las prostitutas son como el primer hijo de la parábola: a pesar de que sus palabras no eran las más “bonitas” y adecuadas, ellos hicieron la voluntad del Padre: creyeron en Cristo y se convirtieron ante su predicación. Mientras que los fariseos y los dirigentes del pueblo judío, que se consideraban muy justos y observantes, y se sentían muy seguros de sí mismos, ésos son como el segundo hijo: su “pose” externo es muy respetuoso y comedido…, pero no obedecen a Dios. Y lo que Cristo quería era que hicieran la voluntad del Padre.
Lo que el Señor quiere decirnos con esta parábola es, en definitiva, que lo que verdaderamente importa para salvarse no son las palabras, sino las obras. O, mejor: que las palabras y las promesas que hacemos a Dios y a los demás cuentan en la medida en que éstas van también respaldadas por nuestras obras y comportamientos. Éstas son las que mejor hablan: las obras, no los bonitos discursos; las obras, no los bellos propósitos o los sentimientos, por muy nobles que sean.
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