Hace un par de días, en el la redacción del medio de comunicación en el que ahora trabajo como becaria (uno de los más grades del país) pregunté a un periodista, ya experimentado y mayor, qué razones hay para que la hambruna del Cuerno de África, que supondrá la muerte de casi 11 millones de personas, tenga menos repercusión mediática, menos atención internacional, provoque menos escándalo social, y, en consecuencia, llegue a ella menos ayuda internacional que a crisis como, por ejemplo, la de Haití.
La respuesta de mi colega fue inmediata y clarísima: "esto no es noticia, porque es habitual, África siempre ha estado igual".
El terremoto de Haití mató a más de 200.000 personas. En Somalia, Kenia y Etiopía, se anuncia el peligro de muerte para 11 millones. Ahora mismo, la población muere a un ritmo constante de 6 habitantes al día por cada 10.000. La cifra es de tal magnitud que no llegamos a imaginar lo que significa.
Sin embargo, esto es parte de la identidad del continente africano. La eterna pobreza de África, sus constantes conflictos internos, su corrupción gubernamental inamovible, sus niños desnutridos con tripas hinchadas mirándonos a través de imágenes lejanas; sus mujeres tapadas con las telas del Islam, o desnudas bajo el sol de los pueblos indígenas. Sus muertes diarias, su sed inapagable, su incultura y su violencia. Su historia privada de autodeterminación, sus colonias exprimidas hasta el fin de sus recursos. África vieja y cansada, herida por todos sus costados y sangrando siempre en silencio, bajo la mirada impasible de los periódicos mundiales que, como escaparates sin vida, la muestran de cuando en cuando simplificando su tragedia humana en fotos sensibleras de niños que lloran delante de un plato vacío.
La ONU declara esta crisis como la mayor hambruna en esta zona desde hace 60 años y, aún así, sabemos que antes de esos 60 años, la situación estuvo igual. Y que durante esas 6 décadas, en poco mejoró el gran continente.
La hambruna y la violencia son ya una esencia enraizada en lo más profundo de la tierra roja de África y, al igual que todos los gobiernos del mundo, que todas los medios de comunicación del mundo, nosotros, la sociedad, hemos tirado la toalla ante el mal africano.
Otro conocido, con años de experiencia en la cooperación internacional, me dijo en una ocasión: "Estuve dos años trabajando en Guinea como corresponsal de la ONU y, desde entonces, no quiero ni oír hablar de África, no merece la pena invertir allí ni un duro, eso no tiene solución".
Diferente actitud será, con certeza, la de la madre africana que, aterrada por la inminente muerte por inanición de sus hijos, realiza un viaje de cientos de kilómetros, sola, a pie y al límite de su propia nutrición, para buscar cualquier ayuda que evite que sus hijos perezcan de hambre. Al igual que los miles de refugiados del campamento de Dabaad, que llegan hasta allí por que creen firmemente en una solución, creen en la vida y en su vida. Ellos, aún marcados desde su nacimiento por el mal africano, no han desistido y mantienen viva la esperanza de salir adelante. Incansables héroes africanos, que han aprendido a caminar descalzos y hambrientos, que beben fuerza del ocre del atardecer del desierto y aguantan el asedio de la muerte aferrados a sus dioses de sol y agua, a sus familias enormes y nómadas, a sus animales escuálidos y sus campos estériles, a sus almas, curtidas en una vida que siempre está al filo de la muerte.
Pero, qué difícil resultará creer en la vida de uno cuando la mayoría del mundo no apuesta nada por su supervivencia.
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Hace un par de días, en el la redacción del medio de comunicación en el que ahora trabajo como becaria (uno de los más grades del país) pregunté a un periodista, ya experimentado y mayor, qué razones hay para que la hambruna del Cuerno de África, que supondrá la muerte de casi 11 millones de personas, tenga menos repercusión mediática, menos atención internacional, provoque menos escándalo social, y, en consecuencia, llegue a ella menos ayuda internacional que a crisis como, por ejemplo, la de Haití.
La respuesta de mi colega fue inmediata y clarísima: "esto no es noticia, porque es habitual, África siempre ha estado igual".
El terremoto de Haití mató a más de 200.000 personas. En Somalia, Kenia y Etiopía, se anuncia el peligro de muerte para 11 millones. Ahora mismo, la población muere a un ritmo constante de 6 habitantes al día por cada 10.000. La cifra es de tal magnitud que no llegamos a imaginar lo que significa.
Sin embargo, esto es parte de la identidad del continente africano. La eterna pobreza de África, sus constantes conflictos internos, su corrupción gubernamental inamovible, sus niños desnutridos con tripas hinchadas mirándonos a través de imágenes lejanas; sus mujeres tapadas con las telas del Islam, o desnudas bajo el sol de los pueblos indígenas. Sus muertes diarias, su sed inapagable, su incultura y su violencia. Su historia privada de autodeterminación, sus colonias exprimidas hasta el fin de sus recursos. África vieja y cansada, herida por todos sus costados y sangrando siempre en silencio, bajo la mirada impasible de los periódicos mundiales que, como escaparates sin vida, la muestran de cuando en cuando simplificando su tragedia humana en fotos sensibleras de niños que lloran delante de un plato vacío.
La ONU declara esta crisis como la mayor hambruna en esta zona desde hace 60 años y, aún así, sabemos que antes de esos 60 años, la situación estuvo igual. Y que durante esas 6 décadas, en poco mejoró el gran continente.
La hambruna y la violencia son ya una esencia enraizada en lo más profundo de la tierra roja de África y, al igual que todos los gobiernos del mundo, que todas los medios de comunicación del mundo, nosotros, la sociedad, hemos tirado la toalla ante el mal africano.
Otro conocido, con años de experiencia en la cooperación internacional, me dijo en una ocasión: "Estuve dos años trabajando en Guinea como corresponsal de la ONU y, desde entonces, no quiero ni oír hablar de África, no merece la pena invertir allí ni un duro, eso no tiene solución".
Diferente actitud será, con certeza, la de la madre africana que, aterrada por la inminente muerte por inanición de sus hijos, realiza un viaje de cientos de kilómetros, sola, a pie y al límite de su propia nutrición, para buscar cualquier ayuda que evite que sus hijos perezcan de hambre. Al igual que los miles de refugiados del campamento de Dabaad, que llegan hasta allí por que creen firmemente en una solución, creen en la vida y en su vida. Ellos, aún marcados desde su nacimiento por el mal africano, no han desistido y mantienen viva la esperanza de salir adelante. Incansables héroes africanos, que han aprendido a caminar descalzos y hambrientos, que beben fuerza del ocre del atardecer del desierto y aguantan el asedio de la muerte aferrados a sus dioses de sol y agua, a sus familias enormes y nómadas, a sus animales escuálidos y sus campos estériles, a sus almas, curtidas en una vida que siempre está al filo de la muerte.
Pero, qué difícil resultará creer en la vida de uno cuando la mayoría del mundo no apuesta nada por su supervivencia.
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