Fue un acto íntimo. Pese a que cientos de personas abarrotaban la sala del Petit Palau y la música del maestro Bach acompañaba los acordes de las palabras escritas en el gran panel de la sala, cada uno estaba solo ante sus emociones. Antoni Batista había dicho que leer La Biblia era escuchar el silencio, y un silencio trascendente, personal, intransferible palpitaba en ese momento de paz robado al tiempo.
Armand Puig nos había convocado para explicar qué era La Biblia para cada cual, gentes diversas, creyentes y no tanto, militantes de la fe o navegantes atribulados de la duda permanente, todos convencidos de que ese libro que nos reunía no era sólo un libro, ni sólo una épica, ni era solamente el texto sagrado de dos grandes religiones. Era, sobre todo, el inicio de nuestra propia construcción como ciudadanos de una cultura, unos valores, una tradición. Todo lo que somos empezó allí, en los tiempos en que un pueblo buscó su libertad atravesando desiertos, se tuteó con Dios y discutió sus leyes, luchó, erró, cayó, se levantó, mató y finalmente aprendió a amar, y por el camino de su atribulada suerte cedió al mundo un auténtico código de vida colectiva, un manual de civilización: las Tablas de la Ley. Diez mandamientos para mirarnos a la cara y aprender a conjugar el verbo convivir. Diez mandamientos para construir la modernidad. Y así, en el Petit Palau, reunidos con la magnífica excusa de la edición de una Biblia popular –9,95 euros, con ilustraciones de Perico Pastor–, gentes diversas fuimos hablando del libro de los libros, la fuente primera de nuestra identidad.
¿Debemos leer La Biblia? La pregunta me parece, en sí misma, un inequívoco síntoma del naufragio de nuestra sociedad. ¿Tiene lógica que nos hagamos esa pregunta? Y no me refiero a la lectura espiritual que harán todos aquellos que la conciban como la gramática de su fe, sino a la lectura que nos atañe y nos apela a todos. Si nadie pone en duda que los niños deben conocer el Tirant lo Blanc, o El Quijote, ¿cómo podemos dudar de la lectura del referente más importante de nuestra civilización? No leerla no es ser más laicos o más progresistas o más multiculturales o más democráticos, y sigan ustedes con el diccionario de sinónimos de la tontería al uso. No.
Sencillamente, no conocer La Biblia nos hace más ignorantes, más ilusos, más necios y más desconcertados, porque no saber de dónde venimos nos impide saber, a ciencia cierta, hacia dónde vamos. “Qui es deixa formar s´encamina a la vida, / qui rebutja advertiments s´extravia”, dice un proverbio de Salomón, y cuatro mil años después su razón es el peso de nuestro sinsentido. Por supuesto que hay que leer La Biblia. Para algunos será el diccionario para hablar con los dioses. Para otros será una fuente de conocimiento. Pero para todos será lo que es, el libro que nos explica a nosotros mismos.
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