Tomo esta noticia de Pastoralsj. Me ha llamado la atención y quiero compartirla con todos. La verdad es que llevo unos días, unas semanas, un tiempo pensando lo importante que es abrir los ojos del corazón, pues son los únicos que hacen que veamos la realidad que nos rodea. El mundo, con su grito silencioso, nos está implorando que derramemos el amor de Dios.
Leo esta mañana que en Sevilla un joven polaco –sin nombre aún en la crónica- ha muerto. La primera impresión es que murió desfallecido, de hambre, agotamiento, o en todo caso, de pobreza. Tal vez haya más matices. Tal vez las noticias que vayan surgiendo contarán algo más. Tal vez saldrán ahora quienes todo lo puntualizan a decir que en España nadie muere de hambre, que se drogaba, que ayer había tomado sopa; que fue mala suerte, o un golpe, o un aneurisma. Tal vez.
Pero, probablemente, la muerte de hoy es solo el final de una cadena de pequeñas muertes, fracasos y derrotas. De quien emigró huyendo de la pobreza para encontrarse con más pobreza y soledad. De quien no encontró trabajo, o lo tuvo y lo perdió, y deambuló por las calles tratando de sacarse unos euros. No lo sé. Todo esto me lo imagino, y ni siquiera sé si fue o no así. Y por eso mismo, no quiero imaginar de más en esa vida ni hacer de él un personaje. Es una persona. Una persona que ha muerto en la cuneta, como tantas en nuestro mundo. Y esa muerte tan cercana se convierte en un alarido. Un alarido que grita para zarandearnos y decir, “¿qué estamos haciendo?”
¿Acaso le vimos caminando por la calle y cruzamos de acera, porque tenía mala pinta? ¿Tal vez se acercó, mascullando palabras que ni entendíamos, y nos asustó, pensando que venía con malas intenciones, o pensamos que el ayuntamiento no debería permitir a “esta gente” por nuestras calles? ¿Tal vez, tras cruzar unas cuantas fronteras, se quedó a las puertas de la última frontera, invisible, pero infranqueable, la de los brazos que nunca se le tendieron? ¿Iría pasando de recurso en recurso, de despacho en despacho, de albergue en albergue, recibiendo miradas compasivas y gestos de impotencia de quien, aun queriendo, no supo ayudarle? ¿Pensaría en volver a su casa, a su tierra, pero le pudo la vergüenza por no haber logrado lo que esperaba? ¿Deja madre, padre, hermanos? ¿Amaba a alguna chica? No lo sé. Pero su muerte, tan cercana, me hace pensar que si ni siquiera ya el próximo que sufre es prójimo, este mundo está muy herido. Hoy alguien me preguntaba, ante algo cotidiano, “¿te importa si...?” Y yo pensaba que hoy lo importante es ese chaval al que ni siquiera sé si alguien llorará.
José Mª Rodríguez Olaizola sj
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