Ser cristiano significa creer en el Dios que cree en el hombre. Que Dios cree en nosotros significa ante todo que confía en nosotros, y, por eso, nos confía la misión que Jesús ha venido a realizar en el mundo. Dios nos conoce, conoce nuestras debilidades, nuestra fragilidad. Pedro es también representante de ellas: así como Jesús lo declara bienaventurado, acto seguido (lo veremos la semana que viene) tendrá que reprenderlo, y todos recordamos sus negaciones. Y, no obstante, Jesús no se desdice de la misión y del riesgo de la responsabilidad que le confía. Creer en el Dios de Jesucristo es una invitación directa a creer en el hombre, a pesar de los pesares.
Y ello tiene que reflejarse también en nuestra actitud respecto de la Iglesia, construida sobre el fundamento de los apóstoles, sobre la piedra que es Pedro. La fe y la confianza en la Iglesia no elimina sus debilidades. Pero si Jesús, a pesar de todo ello, no ha dejado de confiar en Pedro (y, en él, en cada uno de nosotros, que lo confesamos como Mesías), ¿no habremos nosotros de creer y confiar en aquellos a los que Él ha entregado las llaves del Reino?
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